No me sale usar malditas
palabras, ni palabras condenadas, hablar vociferando insultos
horribles y atroces, referirse acerca de un cabrón como un reverendo
hijo de puta o de una persona agria de mal sabor quien puede cagarte
fácilmente, en esta ciudad de mierda donde la apestosa contaminación
te nubla a veces la maldita visión de lo espesa que es ese
excremento, una ciudad atestada de edificios, repleta de pindorchas
paradas como si el regocijo del hombre estuviese en esa necesidad de
decir: tengo mi departamento en una pindorcha más grande. Rabia
despiden algunos infelices quienes en su desmedida ambición los
hijos de puta deciden escalar montañas de bosta para mandar a todos
a las grandes licuadoras y extraer todo el jugo posibles de ellos
antes de mandarlos al infierno como pobres bestias que en su descuido
fueron paridas y traídas resignadas a este mundo del hastío. Miles
van y vienen como ratas que pululan en los alcantarillas, rodeado de
heces que no son para los murciélagos chupa-sangres aunque de estos
también los hay y suelen ser los detestables amos de esas ratas
“execrables”. Se dan maña mientras un desquiciado mueve su mano
de arriba a abajo por no tener a quien romperle el pedazo de cuerpo
posterior a la altura de la cintura aunque estos desaforados cuando
encuentran al primero buscan al segundo porque ya se olvidaron de la
masturbación y necesitan cuerpo, cuerpos y más cuerpos, esa es la
que va: cuerpos, carnes frescas, personas que terminaron destruidas
de tanto ser garchadas, malditos infelices, pobres infelices,
malditos hijos de puta, garcas de primera, insaciables como diablo
ante los ojos de esas mierdas que los dejan de seguir con su trance y
continuar la rutina.
A veces me atrevo a entrar en formas de escribir con las que no me siento cómodo para practicar y enriquecer mis propias formas
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