8 de septiembre de 2014

Sin llanto, sin ropa y sin ella.

Allá, en el pasado largo, malinterpreté la flor, era invierno aún y creí en la calidez ajena de la primavera, hoy me culpo mi falta de tacto, revivo aquellas suaves figuras dibujadas en giro horario, mientras pienso en el cambio del agua, en la pretérita timidez de la oruga y la posterior soltura de la mariposa, como si fuese el reflejo que veo en este charco. Mea culpa de la lentitud del caracol, preferiría haber interpretado a la tortuga y no caer en equivocaciones infantiles como la liebre de la infancia. Luego en el capullo de la flor antes de abrirse vi crecer millones de vidas, cada una a su tiempo hasta que el sol irradiante acabo con sus esperanzas, no supe advertirles a tiempo ni manejar la posibilidad de la nada. Quede mudo entre la tempestad y la nada, cayeron varias manzanas y quede ajeno a la escena de títeres. Con un dejo de melancolía partí para ver las historias de los algarrobos y pumas, me enamore del caldén y en la vuelta final de la circunferencia lastime al jacaranda, nada pude hacer para evitarlo, más reconozco no intentarlo. Con la frente erguida y el cuerpo erecto acompañe largos días al caldén hasta que el destino giró la arena. Lagrimeé en la despedida, debo confesarlo pero las piedras siguen tanto como el cielo y era de esperar que de  las huellas pasadas nuevas sean marcadas, me tope de vuelta como en esas historias en que todo gira hasta tocarse la cola con viejas flores, ya crecido yo por el paso de los arroyos, y nuevamente quede mudo, atónito y desconcertado. Di media vuelta al tornillo y otra a mi cabeza, me senté a esperar la lluvia y luego corrí a buscarla, el sol y las pocas nubes me desalentaban por cada paso. Más yo devenido en halcón me sentí temido pero a pesar de la grandeza odie ese nuevo rostro, transmute hasta volver al mismo, dubite y le cante a las rosas nacientes, al verlas crecer repentinamente antes mis ojos me atreví a sonreír. Como Quijote me sentí héroe, me envalentone, me puse la mejor pilcha y jugué a ser Alejando Magno, incrédulo al conquistar el naranjo y los cerezos salté desde el Aconcagua, mire la tierra y arriesgue todo. Sentí como la tempestad del viento volvía y volvía sobre mi rostro, era el karma del tiempo de atrás. Lo afronté sereno como la oruga que afronta su destino.

En lo inevitable del tiempo, cuando los rumbos parecían ya no converger más, el pretérito renovado se convirtió en presente perfecto. Compuesto de colores radiantes el horizonte fue perdiendo su brillo a medida que se adentraba la noche. En el último suspiro del día viré lentamente hacia la soledad de los pájaros. No pude soportarlo y ahí incite al eco del halcón, a la locura quijotesca y a la máscara de Alejandro quienes, pendiendo como la espada de Damocles, sellaron mi destino. Al saber de mi falta cómo un último acto heroico marchite las rosas y llore su destino.

Juan Gregorio Rivas

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