7 de noviembre de 2014

Supongamos que Cortázar fue panadero.


Hola, quiero un kilo de pan miñón. No señora, no me quedan pero tengo este que se llama Rayuela, le puedo ofrecer un kilo del capítulo 1, recién salido del horno. También puedo ofrecerle Los Premios o el Libro de Manuel que están más doraditos. Deme el de Rayuela, ¿pero puede explicarme cómo se lee? Usted puede leer pan por pan mientras se los manduca o buscar la numeración correspondiente a cada uno de ellos en ese folletopan con instrucciones precisas.

Claro que en esta suposición no se piensa en los problemas emocionales con los que debe cargar el cliente, ¿Cómo comerse un bello poema? Algunos preferirían no comerlo y almacenarlo. Luego surgirían los coleccionistas de pan, tendrían habitaciones especiales preparadas para conservar los panes, ordenados en grandes cajas. A los coleccionistas con el tiempo se sumarían las subastas, 10000 pesos por el medio kilo de pan que contiene Lucas y sus pudores, 15000 por el capítulo 13 de Rayuela y algunas ediciones únicas alcanzarían precios descomunales. Ni hablemos de comerlos en plena plaza pública ya que habrían puristas del pan literario que lo repudiarían, a tal punto que lo compararían con robar y pedirían castigos, los jueces no les darían pelota y se armarían bandillas que harían justicia por mano propia, tirándoles huevos y reboleándoles el pan por la cabeza. De a poco se consolidaría la revolución cultural, gastronómica literaria. Los titulares de los diarios rezarían “Crecen las ventas del panadero loco y disminuyen las ventas de las librerías”.

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